BUENAVENTURA CO.

En una escuela de Buenaventura en el 2010, cinco niñas —entre risas, curiosidad e inocencia— decidieron jugar con lo que parecía un simple juego llamado “Sarita” o “Cupido, Cupido”, una práctica popularizada que consiste en invocar espíritus usando monedas. Lo que comenzó como un juego inofensivo, se convirtió en el comienzo de una pesadilla espiritual que marcó para siempre sus vidas y las de sus familias.

Las jóvenes —entre ellas Yuri y Yiceth, protagonistas del primer episodio de la serie documental Un Dios de Poder— no jugaron una sola vez. Repitieron el juego varias veces, sin imaginar que estaban abriendo una puerta espiritual que no podrían cerrar por sí solas.

Días después, algo cambió.

Durante una clase de matemáticas, los profesores fueron testigos de un evento aterrador: las cinco niñas se levantaron al mismo tiempo, gritando sin razón aparente, como si hubieran perdido el control. Fue entonces cuando los padres fueron notificados. La desesperación fue inmediata y comprensible. No se trataba de una broma ni de histeria colectiva. Algo más profundo estaba sucediendo.

Los padres buscaron ayuda en la Iglesia Católica. Allí, el sacerdote, al comprender la magnitud del caso, les informó que no tenía autorización para realizar exorcismos y que debían enviar una solicitud formal al Vaticano en Roma. El proceso podría tardar hasta un año.

Pero no había tiempo.

La situación se agravaba. Yuri, menor de edad en aquel entonces y madre de unas hermosas gemelas, intentó, en medio de la posesión, hacerles daño a sus propias hijas. Gracias a Dios, no lo logró. Por su parte, Yiceth, atada por una oscuridad que ella misma no comprende, intentó atacar a sus padres con un cuchillo mientras dormían. Ambas afirman no recordar estos momentos. Fueron sus padres quienes, entre lágrimas, relataron lo vivido.

Al no encontrar respuestas ni soluciones, los padres de Yiceth decidieron acudir a un diácono de la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia. Fue entonces cuando el pastor Lincoln conoció el caso.

Lejos de los protocolos y la burocracia religiosa, el pastor Lincoln fue claro: “Yo puedo orar por ella, pero ustedes deben traerla a la iglesia. Este será un acto de fe. Si creen en el poder de Dios, Él puede liberarlas”.

Movidos por la fe, llevaron a cuatro de las cinco niñas a un culto. Y lo que ocurrió ese día fue testigo del amor y poder de un Dios vivo. En medio de la alabanza, la adoración y la oración, las niñas comenzaron a manifestarse violentamente. El pastor Lincoln, en el nombre de Jesús, oró con autoridad. Frente a toda la congregación —quienes fueron testigos oculares de lo sucedido— las niñas fueron liberadas.

No hubo rituales ni fórmulas secretas. Solo fe, oración y el poder del nombre de Jesucristo.

Hoy, años después, Yuri y Yiceth cuentan su historia no como víctimas del miedo, sino como testigos de la misericordia de Dios. Lo que vivieron fue real, doloroso y profundo. Pero también lo fue su liberación.

Este caso no es para generar terror ni promover el morbo. Es una advertencia amorosa. Jugar con lo espiritual nunca será inocente. Pero también es una declaración de fe: no importa cuán profundo sea el pozo, Dios tiene poder para rescatarnos.

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